domingo, 11 de julio de 2010

Fantasma extraviado 2


Hacía poco tiempo que había cobrado conciencia de ser un fantasma. No es un estado fácil de obtener, se dijo en voz de eco sordo, mientras recordaba el momento preciso de esa súbita cognición.

Al principio, cuando aún no sabía exactamente lo que era, vagaba por lugares desconocidos, calles en las que se notaba perdido y trataba de hacer memoria sobre lo que fue a hacer allí, sin lograr encontrar el más mínimo indicio de un recuerdo. Veredas todas llenas de nocturnidad con resplandores de neón o luces de un carburo viejo. Tal vez le sonó creíble en ese momento que estaba observando demasiadas escenas llenas de una luminiscencia propia del fósforo espectral, expresión que había leído en un libro de Eliphas Levy. El cielo oscuro mantenía unas capas de nubes violeta y de un rosado extraño, cuando no un amarillo que no lograba encajar con su memoria de la noche citadina.

Después de deambular durante una larga etapa, en la que fue testigo de cómo se desmontaban los tranvías de las calles y desaparecían los coches tirados por caballos y hasta los caballos mismos se convertían en sombras del pasado, fue adaptándose a su nuevo estado y lo identificó, en una primera conclusión como un estado especial de existencia. Fue simple en ese momento, sin querer emitir otro juicio que seguramente, pensó, lo asustaría. Era demasiado especial ese estado porque aunque sentía cierto apetito no comía, y le apetecía fumar pero no podía hacerlo, no porque médico alguno se lo hubiese prohibido, sino porque no hallaba cómo comprar el atado de cigarros primero y luego las cajetillas ni cómo encender los cigarros o los cigarrillos. Rara vez se acercó a una copa en un bar conocido porque, aunque nadie le impedía la entrada, no lograba asir el trago y apenas identificaba el vaho espirituoso de la bebida. Pero, tal vez –se dijo hay que conformarse con humo y olores en este estado especial de existencia.

Finalmente encontró su casa. Había sido modificada por el tiempo. Y advirtió que probablemente habrían pasado unas cuantas décadas desde su raro extravío. Su vieja casa en el centro de la ciudad estaba pintada de colores que le desagradaban, no los adustos sepia con que había mandado a ornamentarla. No obstante, su interior conservaba gran parte de los muebles que había dejado, más otros que realmente le resultaron fuera de lugar, incorrectos en cuanto a estilo o terriblemente espantosos. Sobre todo esa gran caja cuadrada puesta en la sala, donde en un gran foco de luz eléctrica aparecían figuras fantasmales, entre un ruido infernal y distante cubierto con alguna música de fondo.

Su habitación estaba tal como la recordaba. El parabán, con motivos chinescos, la chifonier, la alfombra. La gran cama de alto copete de madera. No obstante, ropa de cama había sido cambiada por una más ordinaria, vio que ya no conservaba tendidas las sábanas de hilo que él había mandado traer especialmente de Lisburn, ni sobre ellas los edredones turcos que tanto le gustaban. Todas las lámparas de la casa habían sido suplidas, incluyendo las de su espacio particular, dado lugar a modernas luminarias eléctricas, bastante vulgares para su gusto. Permanecía aún en su cuarto también el gran armario de caoba con incrustaciones en bronce, de patas de león labradas a mano que él mismo encargó hacer. Quiso ver su ropa pero no encontró ni una muda conocida dentro de ese escaparate.

Se desplazó en un instante hasta el siguiente salón que le interesaba. Su biblioteca estaba intacta. La polilla no había hecho ningún desastre. Y al parecer una mano caritativa había limpiado cada uno de sus libros con gran cuidado. Extrañaba el aroma de polvo de sus páginas y apenas si veía algunas motas flotando en el sol de la tarde que se colaba por el ventanal del recinto, cubierto de vidrios multicolores que imitaban un vitral. Todo el espacio estaba bañado de silencio. Sus tres pasillos de doble estantería contenían un caudal de obras que le hacía salivar la mente.

Se trasladó entonces hacia la última estantería, la más interior, la que quedaba al resguardo de todas las miradas, allí estaba su escritorio bien pulimentado con aceite de teca, donde solía colocar sus escritos y los libros que iba leyendo o consultando. Apenas bordeó el estante que la ocultaba advirtió que alguien ocupaba su mullida silla de piel, apoyando sus codos en la mesa en actitud meditativa. Ver aquello lo paralizó. Alguien ocupaba su puesto. Y aquella meditación no era otra cosa sino la dedicación a la lectura.

Turbado porque su casa había sido ocupada, no quiso avanzar hasta no tener un panorama completo de la situación. Comenzó detallando al hombre que invadía su puesto. Era como de treinta o treinta y cinco años, bastante más joven que él, según comenzó a recordar. Con cierto porte distinguido, lo cual le hacía suponer que no era un advenedizo o un usurpador de propiedades, estaba con ropa de casa, una especie de albornoz y pantalones de pijama, lo que hacía ver que se había asentado en el sitio. Usaba unas pantuflas de piel. Y estaba entretenido con un libro.

Evidentemente era un nuevo propietario. Pero no atinaba a recordar cómo pudo pasar su casa a esas manos extrañas que se afincaban sobre su mesa y evidentemente pasaban las hojas de uno de sus libros, una conservada edición de The Castle of Otranto de Horace Walpole que reconoció enseguida como la tercera edición, de 1766 y que había adquirido en 1909. A su lado otro libro de tapas rojas titulado Cita con un espectro, de Edgar Wallace, a quien conocía como autor de Ben Hur. Pero no lograba identificar ese título particular como de su biblioteca.

No recordaba si había vendido su casa y cómo se extravió en el mundo durante tantos años. Si era que la había vendido. Le pareció absurdo haberlo hecho. Descartó también la vía de la herencia como medio de adquisición o traspaso de su vivienda, pues no tenía familia directa. Moraba solo en ese caserón, con sus libros, cuadros y muebles, exclusivamente. Tal vez sus primos lejanos, quienes vivían en el interior del país, habían rematado la propiedad con todo su contenido, al ver que él no aparecía ni por poniente ni por levante, después de algún tiempo sin noticias suyas, a lo mejor tras haber salido a alguna diligencia. Sin embargo no recordaba haber salido a sitio alguno. Sólo que regresaba a su casa después de largo tiempo.

No quiso molestar en ese momento al acucioso lector, probablemente por respeto, ya que por lo visto tenía intereses muy similares a los suyos en materia de lecturas, aunque le extrañaba ese otro título de novela en su mesa. Siguió entonces en sus meditaciones acerca de su existencia extraviada, recorriendo la casa. Halló evidencias de que el hombre joven vivía solo. Ninguna de las otras habitaciones había sido ocupada. Ni siquiera el cuarto de huéspedes que quedaba junto al patio posterior de la casa.

Decidió instalarse en ese cuarto, decentemente amoblado, ya que el usurpador –no importaba que se creyese dueño– había ocupado su habitación con toda seguridad. Mas no quería entrar así a su casa, por la fuerza, aunque le asistiese el derecho de ser propietario. Quería investigar primero qué había sucedido. Rescatar su memoria extraviada en aquellos predios. Organizar su plan de acción. Pensó entonces que si el pretendido nuevo propietario descubría que estaba allí encararía la situación, pero le intrigaba tanto todo, que antes revisaría papeles y hasta sus libros, tratando de encontrar alguna solución a sus preguntas, a sus dudas, a sus lagunas de recuerdos que ya le parecían mares estancados y plomizos.

Creyó dormir un rato. Mas tan solo pensaba que dormía y soñaba estar en su casa, revisando todas sus estancias y deteniéndose en la biblioteca a hojear sus libros. Se incorporó entonces y decidió regresar a ese lugar que tanto le agradaba. Al fin de cuentas, si se encontraba al falso dueño lo encararía de una vez y así saldría de toda duda. Se recompuso la ropa. Un traje con paltó levita, corbata, camisa blanca con cuello sobrepuesto, zapatos de charol e incluso guantes. Vio que era una conducta impropia andar en la casa vestido así e incluso dormir con el traje puesto, así fuese una corta siesta. Sólo le faltaba el bastón de puño de plata. ¿Dónde lo habré dejado? se pregunto Trató de alisarse el traje pero vio que no tenía el menor pliegue. Entonces fue a mirarse al gran espejo de cuerpo entero al lado del pequeño armario del cuarto. Pero no lo logró. Era como si la superficie azogada estuviese descompuesta. No conseguía verse reflejado en ella. Un susto imperceptible recorrió su etéreo cuerpo que volvió a sentarse en la cama. Era un fantasma.

Ese fue el momento cuando recordó todo. Diez, veinte treinta, cuarenta años, pasaron por su transparente mente en pocos segundos. Había estado errado por el mundo durante largos años hasta encontrar su casa ocupada. Qué año era ese, no lo sabía. Sólo que su casa estaba casi intacta, cosa que agradeció secretamente y sus libros estaban allí. Después de unas cuantas horas de contemplación estática se incorporó y pesadamente, como arrastrando cadenas, se dirigió a su biblioteca. Apenas entró vio que todavía el hombre joven se encontraba leyendo, apoyado en la mesa, iluminado por una lámpara eléctrica. Esa manía de gastar electricidad. Las luces naturales, las de velas y carburo le habían resultado más gratas. Incluso las de las lámparas de gas que alguna vez vio en sus viajes, le resultaban más agradables. Pensó entonces en hacer valer sus derechos de fantasma. Lo mejor era asustar al usurpador. Por unos instantes estuvo tentado a dejar caer algunos libros de los estantes, pero nada más mirarlos supo que era una pésima idea. Se podrían dañar con la caída. Tal vez rodar un estante. Muy simple, le pareció. Así que por las dudas prefirió ir a consultar El Fantasma de Canterville de Wilde, aunque enseguida cayó en cuenta que podría quedar en ridículo si ensayaba los trucos del escarnecido espectro de ese lejano castillo. No obstante le provocó hojearlo. No duró mucho su entusiasmo. Sólo hasta que se dio cuenta que no podía asir el tomito. Ensayó varias formas de tomarlo. Y no pudo. Pero esto es el colmo, se dijo en alta voz y sin temor de ser escuchado. Con tantos libros y sin poder tocarlos. Es como si estuviese ciego en una biblioteca. Pensó que podía haber alguna forma de tomarlos, pues los fantasmas movían cosas y producían ruidos. Sin embargo el hombre joven que leía ni se inmutó ante la ruidosa queja del fantasma. Durante varias horas ensayó mover algunos tomos de la Encyclopædia Britannica en una edición de 1899, casi nueva, de la que tanto se ufanaba. Apenas alcanzó a mover unos centímetros uno de ellos. Fue toda una proeza mental, pensó, mientras dudaba de tener una real mente. Luego de varios días clavado en el mismo sitio, pudo lograr el prodigioso misterio del salto del libro. Esto es sacar del estante el XIII tomo. Luego, con gran esfuerzo lo abrió mientras lo mantenía flotando en el mismo espacio aéreo de ese pasillo donde estaba el estante que le acogía.

Se sintió reconfortado. Hasta que alcanzó a ver, mejor dicho, a no ver los caracteres que llenaban sus páginas. Sus ojos atravesaban las hojas sin lograr asir más que manchas negras. Dejó aterrizar suavemente, con desgano y decepción el grueso tomo en el suelo, no sin antes cerrar sus tapas. Tendría que hacer memoria, nada más, de todo lo que contenía su biblioteca. Nueve mil quinientos treinta y un ejemplares, salvo error, omisión, pérdida o agregado de parte del nuevo dueño. Esa era su fortuna. Y ahora su tortura.

Esa imposibilidad de lectura le hizo enojar. Si es que puede llamarse enojo al pequeño mohín que alcanzó a fruncir su invisible rostro. De súbito decidió que debía espantar al persistente lector de su biblioteca.

Se dispuso con toda osadía a ir hasta su presencia. Allí permanecía leyendo. Se le acercó por detrás para soplarle al oído una brisa gélida con un murmullo sepulcral, según recordaba haber escuchado en su infancia. Pero inmutable el hombre joven siguió en su afán de leer. En aquel preciso instante, el fantasma advirtió que parecía no haber avanzado mucho en la obra. También, que llevaba ya allí unos tres días. Y que era muy extraño que no se hubiese movido por ninguna circunstancia.

Aquel descubrimiento lo aterró inesperadamente. El hombre joven, entonces, se volteó pausadamente, lo miró con detenimiento y una pálida sonrisa, fijando en sus ojos de fantasma traslúcido, los oscuros agujeros de su mortecino rostro.


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