domingo, 7 de marzo de 2010

La tapadita


El niño de la casa se asomó a los albores del siglo veinte al escuchar la historia de Isabel, de boca del bisabuelo, quien engullía su acostumbrada sopa de cebollas, en medio del vapor del almuerzo y los ruidos de platos y trastos de la cocina. Una radio lejana, pero suficientemente alta en volumen dejaba escuchar un capítulo de la afamada radionovela Cuando los hombres son Bestias, especie de redundancia, según el propio bisabuelo.

La lejana música de El Gavilán, que precedía la aparición del superhéroe radial, se escuchaba con lejanos ecos, sobreponiéndose a sus notas la voz del anciano, lenta pero firme, como su glauca mirada, letra de una canción imposible, declamada como historia antigua.

Isabel N. era de Laguneta de la Montaña, cuando ese caserío quedaba lejos de San Pedro, pues se iba a pie o en burro. Allí vivía en una casita de adobes y techo de palma, un solo ambiente con fogón y todo, junto a su madre y sus hermanas.

Isabel, un día, se levantó con la idea del progreso en la cabeza. Escuchaba los campesinos cuando pasaban con sus recuas cargadas de quintales de café y ese negocio le pareció el progreso hecho industria.

Así que, al momento, se desprendió de las tierras de cultivo familiar como quien busca en otro surco un camino distinto para su vida. Y decidió marcharse para trabajar en la oficina del café de S. R., uno de los más ricos hacendados de la región. No se despidió de nadie.

Pasó varios días solicitando ser admitida. Pero el trabajo era tanto que, lejos de buscar ayudantes, los capataces se dejaban llevar por el vertiginoso ritmo de las máquinas y no hacían caso a nada. Al quinto día, ya con hambre, fue admitida por el encargado para hacer la selección de los granos. Ella tenía alguna experiencia rudimentaria en este proceso, pues lo practicaba domésticamente con los frutos de su escasa siembra del arbusto.

Allí estuvo trabajando durante tres años. Se quedaba en casa de una mujer que le daba hospedaje par no tener que caminar diariamente las dos leguas y media que la separaban de su casa. Como pago por el alojamiento tan solo lavaba la ropa de la mujer en el río, antes de marcharse al hogar el sábado por la tarde.

A los tres años exactos conoció a F. R., uno de los herederos de la oficina de café. El hombre se fijó en ella y la vio robusta pero agradable. Pensó que podía ser una buena mujer al servicio de su casa. Así que le propuso, no lo que ella quería pues tenía la ilusión de un matrimonio, sino un empleo en su propia casa en la capital.

Isabel aceptó e inmediatamente preparó un atado de cosas y sin participárselo a la madre ni a las hermanas se fue a la capital con el heredero. Allí la recibió una mujer mayor bastante mal encarada, vestida con un uniforme que parecía agriarle el carácter y le ensombrecía el bozo, haciéndola ver como bigotuda. Era el ama de llaves, a la que debía obedecer, siendo su puesto apenas de mucama.

La mujer bigotuda le trajo dos uniformes que parecían nuevos, uno de diario, azul y blanco, de piqué y otro negro. Ambos con cofia. Le explicó que debía mantenerlos limpios siempre. Que si se portaba bien le darían otros dos pares, así no tendría que lavarlos al final de cada jornada. Le leyó además una lista de preceptos constituida por obligaciones y prohibiciones y finalmente le entregó un papel, preguntándole si sabía leer y escribir. Isabel asintió pero en el fondo de su alma algo se había destrozado con esa mentira.

Firma aquí, le dijo el ama de llaves. E Isabel hizo un enorme garabato con mancha de tinta incluida sobre la hoja. La anciana sonrió burlonamente y se llevó el papel. Cuando iba saliendo de la cocina le dijo sin voltearse, anda, comienza a hacer tu oficio, no seas floja.

Isabel se alojaba en los cuartos de la servidumbre, en la parte de atrás de la casa. Allí veía la cochera y los restos de aperos para los animales, ya desplazados a otro sitio lejano. En su lugar tres automóviles permanecían silenciosos en esos espacios. Hasta que los choferes los encendían con estruendo y mucho humo.

Isabel se fijaba en uno de los choferes, un poco mayor que ella, pero que no llegaba a la treintena de años. El domingo por la tarde, cuando se marchaba a pasear, no pocas veces se encontró con él, quien la miraba con atención.

Un día, Sergio, que así se llamaba el chofer, la invitó a subirse en el auto. Ella se abochornó. Nunca había estado en un coche de esos y menos invitada por un hombre. Él le mostró la ciudad desconocida para ella debido a las distancias. Y le abrió una fuente de maravillas.

Desde ese domingo, todos los siguientes paseaban juntos por diversos sitios. Subían las escalinatas del calvario, veían los animales, paseaban por la plaza en plena retreta, iban a pasear a Los Caobos e incluso llegaron a ir a Los Chorros, a refrescarse en sus riachuelos.

Pasaron muchas semanas antes que él le tomara de la mano y le dijera que quería unirse con ella. Isabel se azoró pero vio una parte de sus sueños a punto de realizar. Sergio le insistió que lo suyo era serio, incluso deseaba conocer su familia y que su propia familia la conociese a ella. Esa última parte se cumplió la semana siguiente. Sergio, vestido de flux, con botines lustrados, y oloroso a colonia fina la fue a buscar a la casa donde trabajaban. Ese día la trasladó en un auto de alquiler hasta su casa, una pequeña morada en San Juan. Toda la familia los esperaba, circunspecta. No hubo sonrisas sino preguntas sobre la familia de la recién declarada novia del chofer.

El siguiente paso era conocer a la familia de Isabel. Y fijaron fecha para ese evento de petición de mano.

Isabel meditaba en los rincones sobre ese imprevisto encuentro. Y decidió prepararlo con antelación. Solicitó ante la anciana de los bigotes un permiso especial por las circunstancias. A regañadientes y después de consultarlo con el joven heredero, quien no tuvo problema alguno, le dieron tres días de permiso y el fin de semana completo, incluyendo el sábado.

Isabel se marcho sigilosamente, no sin antes dar las señas de su humilde domicilio al novio. Al verla llegar tras arduo camino, las hermanas se sorprendieron como ante un fantasma pero Isabel le explico los acontecimientos que se estaban desarrollando. A todas les trajo vestidos. Pero al mirar a su madre, de tan corta estatura, de mirada fija y perdida, de aspecto tan primitivo, sintió vergüenza en su corazón. Y su cabeza ideó la mejor forma para remediar el asunto.

El día de la solicitud de mano, llegaron de la capital el novio y los familiares más cercanos de él, su madre, su padre y sus hermanos. Todos llegaron en un camión que Sergio había conseguido a esos fines de transporte. Apenas cabía por esa angosta vía. Pero hasta allí llegó.

Todos se bajaron y vieron la humilde casa engalanada para la ocasión, limpia y con muebles prestados, todos disímiles. Isabel les presentó a sus hermanas, a primos y sobrinos. Y finalmente a su madre. Una señora gorda y alta que no se parecía en nada a Isabel. Todos sonreían, sobre todo los familiares de ella.

Brindaron café y algunos dulces, todos se sentaron alrededor de un tonel improvisado como mesa con mantel encima, prestos al momento en el que Sergio le pediría la mano a la de improviso gorda madre de Isabel.

En el mismo momento de la solicitud, un estremecimiento atacó el barril que hacía las veces de improvisada mesa de centro en el patio donde se reunían todos. Hubo un silencio que duró siglos. Sergio intrigado se acercó al barril. Isabel nerviosa trató de disuadirlo de que continuara su solicitud. La gorda madre de Isabel se retiró furtivamente, mientras Sergio desvestía la improvisada mesa y abría el tonel.

La mirada de Sergio se cruzó con la de Isabel y miró de nuevo el interior del barril sin saber por qué esa mujer pequeñita estaba sentada en una banqueta allí dentro. La mujer alzó la vista y miró a Sergio piadosamente, mientras le decía, mijo sácame de aquí. Sergio la tomó como una grácil muñeca y la depositó en el piso de tierra del patio, mientras Isabel llorando le reclamaba, mamá por qué no te quedaste quieta.

Sergio dio un paso atrás y toda su familia se levantó de seguidas. Mientras se montaban en el camión, Sergio miró con desaprobación a Isabel. Y guardó la amargura en el fondo de su corazón. No dijo más que aquí terminó todo.

El polvo del camino alborotado por el camión se juntó a las lágrimas de Isabel para formar el primer barro del invierno. Isabel no saldría más de su casa en Laguneta de la Montaña.

Y el bisabuelo terminó esa sobremesa con una sonrisa y su mirada perdida en el pasado.


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