En esta casa no pasa nada, dice el niño la mañana del día de su cumpleaños. Lo único excepcional es un hecho invisible, una cuenta, una fecha, un número. Pero ninguna otra cosa especial. El día comienza con la mañana, como todos los días. Todo el mundo está igual. Nadie se da cuenta de lo que sucede. Como todos los días. Y hacen las mismas cosas de todos los días sin darse cuenta. Sólo el niño sabe. Y hay algo de tristeza y rabia en su conocimiento.
El niño empieza a percibir cómo es eso de tener una edad de dos cifras. Y que los hechos del intelecto parecen lucir invisibles a los ojos de quienes están embebidos por la rutina. Pero él está seguro que eso de cumplir diez años sólo se da una vez en la vida. Y que ayer tenía nueve, una sola cifra y hoy amaneció con una edad de dos cifras como las que tendrá en adelante y para siempre seguramente porque casi no conoce gente que tenga edades de tres cifras.
Se acuerda entonces de su bisabuela Juliana, a la que cree la inventora de las ensaladas de ají, quien murió a los ciento cinco años, de muerte natural, después de una peregrinación de siete kilómetros a pie.
Al llegar de la religiosa caminata sólo dijo: estoy muerta de cansada y se acostó prácticamente en su sepulcro. Pero, en realidad, no la conoció personalmente. Y solo la vio en una foto en blanco y negro en la que aparecía de largo vestido, sentada en una mecedora verde, también bastante vieja, con la que él sí estaba familiarizado porque era donde el abuelo le contaba sus historias.
Allí, en esa foto, aparece ella con cara de harta preocupación, como si cada año de vida agregara una terrible noticia y una enorme responsabilidad. Y el niño duda en el beneficio de contraer tales edades.
También conoce a doña Sofía, la señora que nunca se quita un gorro tejido que la hace aparecer como una reina antigua o un Papa renacentista y ya casi no se levanta de la cama. Es la abuela de un sacerdote conocido, quien le celebra misas en su cuarto mientras ella duerme como si fuese una difunta.
El niño recuerda que a ella le festejaron los cien años con torta y piñata porque jugaba con muñecas desde los noventa y cinco y esos motivos infantiles cada vez le gustaban más. Todo el mundo en esa fiesta se puso a retozar y a alborotar y al niño le pareció bochornoso y ridículo el espectáculo, a pesar que le gustara tanto a su madre y a las personas mayores.
Todo eso lo puso sobreaviso sobre la vejez extrema. Ahora, cuando el niño ve a doña Sofía, sospecha que su sombrero tejido guarda un gran vacío, y se asusta de las edades de tres cifras.
Pero él sólo tiene una de dos, desde hoy. Y el aire es el mismo de ayer para todos los mayores que cada vez más se parecen a doña Sofía en el olvido de lo realmente importante. Un aire tal vez igual de transparente para quien no ve el aire. No para él. Pues percibe que es más denso y encierra el elixir de la conciencia de cada instante, de cada detalle, de cada transcurso del tiempo en este cumpleaños.
1 comentario:
Bello relato sobre el paso del tiempo en nuestras vidas....
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