José Gregorio Bello Porras
Todas las tardes entremezclan sus aromas cuando la acompaña a su casa. A su paso, él prodiga lavanda y ella agua de azahar. Enganchados desde la salida del viejo edificio bancario, bajan con solemne ternura las escaleras de su atrio. Imaginan, de mutuo acuerdo, una ceremonia nupcial que saben imposible. Pero ello les basta.
Atraviesan la calle para compartir, en el Café Viena, la merienda de rigor, el sueño de la cotidianidad eterna. Lo inmutable. Café con leche y medialunas.
Al llegar a la casa de ella, él se despide con la caballerosidad que dan los años y la educación. Sólo los jueves y los domingos se permiten la visita con la formalidad debida. La madre de ella presente. Sólo de cuerpo. Embebida como se mantiene desde hace años en la contemplación de un radio apagado por su extrema vejez.
No hablan del tiempo pasado. Sólo de un amor que se ha transformado en indestructible amistad. Y que cada vez necesita menos palabras. Ya no mencionan fechas de compromisos formales. Están allí para permanecer tal cual son. Mirándose como los jóvenes de hace cincuenta años. Con la esperanza de que el amor los salve.
En alguno de aquellos momentos, decidieron su futuro. Mantener su presente inmutable. Repetirlo hasta que fuese lo único posible. Acompañarse hasta vencer el instante en que cualquiera de ellos enfrentara la definitiva soledad.
Una leve tristeza y tres días de diferencia los separan por primera y última vez.
Pero es domingo y él decide visitarla para siempre. No en su casa sino en el cementerio, vestido de difunto como ella.
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