sábado, 7 de junio de 2008

EL PADRE POU

José Gregorio Bello Porras

El padre Pou ocupó la habitación frente al patio de la casa. Siempre fue un cuarto de múltiples usos, ese donde le fue asignado morar. Por eso, tal vez, también el sacerdote chino lo utilizaba de cocina, laboratorio y templo. El olor de la cebolla se unía con el del hiposulfito y el incienso, en una mezcla que excitaba la curiosidad del niño de la casa. No era incienso litúrgico el que usaba. Era un penetrante incienso de inocultable raíz oriental.

El carácter del padre Pou era poco común para los otros habitantes de la casa. Siempre sonreía, como si nada de este mundo le preocupara, aunque disintiera de la posición del interlocutor quien, turbado de esa manera, extraviaba todos los argumentos para la discusión.

A pesar de su afabilidad, pocos lo trataban y sólo se llevaba bien con el cura párroco y con el niño de la casa. Al primero reverenciaba de continuo, agradeciendo el aposento y la oportunidad del trabajo litúrgico. Al segundo le tomaba fotos que luego de procesadas en su cuarto, coloreaba a mano.

En un carnaval, cuando disfrazaron al niño de príncipe, como casi siempre lo hacían, la madre lo dejó ir, excepcionalmente, con el padre Pou a la Plaza de la Concordia a tomarse una foto. Mientras el Padre Pou preparaba la cámara sobre el trípode, el niño jugó en la Rotonda central, escuchando el eco de sus gritos, y queriendo oír en ellos las voces de los difuntos que allí se escondían, desde la época en la que sobre esa plaza se levantaba una sombría cárcel.

El niño aprovechó unos minutos de libertad, escapado de esa prisión, o tal vez de la de su casa, para correr por las veredas de arbustos agolpados y ornados de piedra caliza bien tallada. Se escondió detrás de los setos y el padre que, para el niño, tenía superpoderes, no lo pudo encontrar.

Sólo cuando la tarde se fue apagando y la luz era la precisa para la foto, el padre Pou colocó al niño en pose, extrayéndolo como una figura de papel de detrás de unos arbustos. Corrigió la postura del pequeño modelo, retocó su maquillaje que consistía en un bigote y unas patillas pintadas con corcho quemado e hizo varias tomas para regresar presuroso, justo a celebrar la misa de seis.

El padre Pou reveló las fotos e invitó al niño a observar un mágico proceso donde su imagen aparecía de la nada, tras una nube de humo. El niño descubrió entonces que el incienso mitigaba el olor de los químicos reveladores.

El niño observó también, posteriormente, el cuidadoso proceso de pintura de la foto. El padre con finos pinceles y mucha paciencia dio color al rostro, iluminó las mejillas, abrillantó el traje de tafetán azul, la boina roja con pluma de ave zancuda, la espada de plástico semejante al metal y las plantas que le sirvieron de fondo al cuadro. El príncipe estaba listo para mantener su mirada de niño por muchos años hasta su inevitable extravío.

El padre, además de la fotografía practicaba la cocina. Preparaba un arroz blanco que sólo compartía con el niño pues a nadie más en la casa le gustaba. Lo combina con unos vegetales que le parecían al niño divertidos gusanos. Y reía sin motivo junto el Padre Pou.

El padre Pou construyó extraordinarias ficciones visuales en la mente del niño. Y guardaba oscuros secretos en cofres protegidos por tigres y dragones.

Allí reposaban, esperando un benévolo olvido, las dobladas vestimentas del monje budista que alguna vez fue.

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