domingo, 25 de julio de 2010

Reloj final



El relojero suizo abrió su tienda cerca del edificio del Banco Agrícola y Pecuario, una mole parduzca y chata de tres pisos de altura, con estatuas y bajorrelieves de figuras humanas trabajando en incómodas posiciones y relucientes puertas de bronce pulidas todos los días. Corría el año 1962, hasta ese entonces.

El colocar allí su taller de relojería no era una simple casualidad. En el oficio que heredó de su abuelo, ya que su padre se lo saltó, prefiriendo el de cocinero, había aprendido que la precisión al situar las piezas era fundamental para la buena marcha de los mecanismos. Emplazar un taller de relojería necesitaba esa habilidad.

Estudió el lugar y constató que allí llegaban apresurados hombres. Casi todos consultaban la hora a cada momento. Repasó el sitio casi como un asaltante que planifica su fechoría, tomando notas en una gastada libreta, de cuántas personas, excluyendo los niños, entraban y salían, sus aproximadas edades y su sexo, cuántos tenían reloj, bien de pulsera o con leontina, con que frecuencia lo consultaban, cuantos no lo mostraban, cuantos no poseían esa pieza y preguntaban la hora.

Es ist der ideale Ort. Es el sitio ideal. Se dijo mentalmente de una manera bilingüe. A la semana alquiló el local que le había ofrecido un viejo judío rumano que se retiraba de los negocios. El inmueble quedaba diagonal a esa institución financiera. En la acera de enfrente. Y había sido ocupado por un almacén de telas al detal. Tal vez demasiado grande para un taller de relojería. Pero al recorrerlo, en el momento de cerrar el negocio, se dijo que haría algo en él que pudiera ocuparlo todo.

Le consultó a la mujer y ella estuvo de acuerdo. Además de la relojería, que se situaría en un flanco del establecimiento, el resto del espacio de aquel salón lo acondicionarían para levantar un restaurant, sin demasiadas pretensiones más que las de ofrecer a los que trabajaban cerca un menú decente, según los cánones de su gusto y de la gastronomía suiza.

Tres meses de trabajo y ya tenían el doble comercio. Llamaron al restaurant Delicatessen Schaffhausen, nombre condenado al fracaso memorístico de los transeúntes y parroquianos que lo veían todos los días, incluso. El pequeño taller de relojería, especie de estanco dentro del local donde se repartían doce mesas al cuidado de la mujer, no tenía otro nombre más que el de Taller de Relojería, con un pequeño letrero adicional que rezaba Werkstatt Uhre y que mantenía sin cuidado a la mayoría de los asistentes al negocio de restauración, creyendo que eso era una marca comercial.

Pasaron tres semanas de la inauguración, a la que habían invitado a todos los empleados, gerentes, directivos del banco cercano y algunos vecinos. Comieron y bebieron gratis todos, mientras el relojero y su esposa los atendían esmeradamente. Él les explicaba que también estaba a la orden el taller de relojería situado en el lado derecho del local. Con los ojos y oídos ausentes de esas palabras, la gente sólo comía y bebía hasta que nada quedó ni nadie quedó.

Los primeros tiempos son difíciles, le repetía el relojero a la mujer, que se quejaba de que sus esmerados platos no tenían la salida esperada, que de las doce mesas tan solo cuatro o cinco se llenaban al mediodía, que ese punto de esta pobre ciudad estaba destinado al fracaso. Y con amargas lágrimas decía que con ello llegarían a la ruina total. Pero siempre nos queda el taller de relojería, terminaba diciéndole a la mujer, no sin ceder en sus gestos faciales a esas pesimistas sentencias.

En tres meses se dieron cuenta, ante los números rojos de su contabilidad, que el negocio ya era un fracaso. Trataron de innovar sus estrategias comerciales. Se dedicaron, además de servir comida, lo que se reducía al almuerzo, a vender toda clase de mercadería seca en el mismo restaurant. Pocas cosas salían de los estantes.

Pero un día los relojes amanecieron atrasados en el taller y vieron en ello una señal de que nada haría cambiar la suerte del sitio.

Ya el relojero, antes de percibir esas pesadas y negras nubes que se le venían encima, tenía tiempo pensando en una alternativa a su proyecto comercial. Un invento. Un reloj tan extraordinario que impidiera su desastroso porvenir. Así que en los siguientes días, semanas y meses, antes de decidir cerrar totalmente el restaurant, el relojero se encerró en un su taller día y noche tratando de darle forma a su creación.

No atendió sino sus propias ideas y sólo recibió de su preocupada mujer una comida al día. El almuerzo que ya nadie tomaba. Ella lo veía con cierta alarma. Pero estaba acostumbrada a que en las grandes crisis anteriores siempre se había enfrascado en inventar una nueva técnica, en experimentar con nuevos métodos, en hacer algo que resultaba siempre beneficioso para ellos. En esos momentos sombríos añoraba y agradecía, alternativamente, el que no hubiesen tenido hijos.

Viéndolo trabajar, la mujer recordaba que su esposo, el relojero, tenía treinta y tres inventos patentados en el área de la fabricación cronométrica. Se acordó también con desagrado que un malhadado espíritu de aventuras los hizo venir a estas tierras tropicales donde su arte era singularmente extraño, a un país de impuntualidades en los que toda la gente o casi toda tenía un reloj. Cosa que su marido vio como una gran oportunidad y ella como una simple equivocación.

Al cabo del tiempo suficiente para dejarse crecer la barba como un viejo abad y descomponer su rostro de venerable anciano casi en ayunas, el relojero salió del taller. El invento estaba listo.

Era un enorme reloj, casi del tamaño del taller, encerrado en una caja cuadrada, parecida a una bóveda bancaria, singularmente blindada y con cierto aspecto siniestro. En la parte posterior a la esfera milimetrada de veinticuatro horas y que mostraba unas manecillas normales, se descubrían una serie de mandos extraños a cualquier mecanismo relojero, palancas, botones y manijas de diverso tipo. Un cable enclaustrado en un grueso tubo se perdía en la pared.

Aquí nadie debe entrar, le dijo a la mujer, quien por primera vez lo vio como un extraño, con ojos de verdadero terror, mientras le preguntaba casi obviamente ¿qué es eso?

Es un reloj que detiene el tiempo.

Pero cómo puede ser posible, Heinrich, le dijo llamándolo por su primer nombre, el que nunca usaba sino en circunstancias de alarma. Los relojes miden el tiempo, se detienen ellos, pero no lo paralizan.

Este sí. Dijo lacónico extasiándose en su máquina, acariciándola mientras le quitaba algunas motas de polvo adheridas por la estática.

La mujer en ese instante vio extraviarse la razón del esposo en oscuros engranajes. El mecanismo de su mente ha comenzado a fallar, se dijo, alles ist verloren. Todo está perdido.

El relojero se volteó y miró a su mujer que comenzaba a llorar en silencio. No debes preocuparte, le dijo, este reloj paralizará el mundo. Todos los relojes ya no servirán. Sólo éste.

En la noche se quedaron en el negocio quebrado, oscuro, más que de costumbre. Cerrado. El relojero en su taller. La mujer a la luz de una mortecina lámpara de carburo en una de las mesas del fondo. Sólo miraba hacia el taller. O tal vez más allá. Y escuchaba como el esposo iba explicando lo que hacía.

Lo estoy poniendo a funcionar. Ya lo programé. Mañana, 25 de octubre, será la última vez que vivamos esa fecha. Ya no habrá fechas. Ya no habrá tiempo.

Un extraño tictac, hondo, diapasonado, esparcido como un eco en el local vacío, anunciaba la puesta en marcha de un mecanismo de relojería y acompañaba la transformada voz del relojero.

Toda la noche velaron el aparato. En la mañana, escucharon las escasas aves del centro de la ciudad trinar, mientras los murmullos llegaban de todos los sitios. Alguien gritó: Se aproximaba el fin del mundo.

Está funcionando a la perfección, dijo entonces sonriente el relojero. La mujer lo miro en la penumbra de su somnolencia con hondo malestar, paralizada, fría.

En pocas horas el mundo sería destruido.

El relojero había logrado intervenir los mecanismos de seguridad de las grandes potencias. Había suplantado al mismísimo cronómetro del fin del mundo. Y este singular dispositivo de engranajes múltiples, enlazado por un simple cable telefónico con los centros de mando de las potencias, estaba dictando con su ritmo cardíaco de moribundo una serie de órdenes destructivas. El relojero había aprovechado una crisis de misiles en el Caribe para completar su proyecto.

En la noche nuclear, pensó, todos los relojes se paralizarán y el tiempo volverá a su estado original. Eso es lo que el mundo merece.

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