Los cumpleaños son celebraciones que terminan resultando extrañas. Se festeja llegar a cumplir un año más de vida. Ello, por sí mismo, es una proeza poco encomiable en lo que a nosotros respecta. No depende exclusivamente de nuestros designios. Hay tantas circunstancias que nos ayudan a ese feliz o infeliz término que poco es lo que nosotros podemos atribuirnos de ello. Tan solo la voluntad de vivir de una manera digna para uno mismo y los demás. Igualmente, en muchas ocasiones, no sabemos si cumplir un año más es realmente un beneficio o un castigo. Cumplir un año también es acercarse al fin. O sacar cuentas de una experiencia que tal vez no nos sirva directamente a nosotros mismos. Entonces ¿por qué celebramos? Para tratar de contestar esto y otras cosas, dejaré de hablar generalidades y me referiré a mi propia experiencia.
La fecha de mi cumpleaños es el cierre de un ciclo que tuvo muchos altibajos. La vida me presionó en una cantidad de puntos sobre este traje y esta existencia, que a veces, de tan incómodo que me sentía, no supe si podría llegar indemne a este término. No porque la salud no me lo permitiera. Siempre soy optimista en términos de salud. Sino por la enorme cantidad de circunstancias que se embotellan en lo que llamaremos el ánimo, en este lapso de tiempo, embotellamiento emocional que hace que parezca que todo va a estallar de un momento a otro.
Cumplido pues ese ciclo, un ciclo de grandes cambios, tras grandes conflictos, aunque muchos de ellos no sean perceptibles a simple vista, comienza otra etapa. Todo cambio es un nacimiento. Todo regreso al mundo genera dolor. Por eso, estas fechas cercanas a mi nuevo nacimiento son fechas dolorosas, aunque me rodee de la máxima felicidad.
Muy a menudo la convención social nos dicta la pauta de la celebración para hacer menos punzante ese punto en el que dejamos atras algo y comenzamos otro período de nuestra vida. La celebración nos distrae, nos apacigua la ansiedad, nos da ciertas alegrías efímeras. Todas muy limitadas, en realidad, puesto que lo que se nos viene encima es lo desconocido. Y ante ello siempre cabe, al menos, un desasosiego.
No todos los años son de grandes cambios. A veces nuestra vida transcurre plácida entre una y otra fecha, sin otras preocupaciones que las que nos presenta la cotidianidad. Pero las grandes crisis existen. Los momentos en los que uno se pregunta sobre la vida y ella trae como respuesta una oportunidad de transformación. Allí es donde me encuentro.
Han sido varios años en los que me he acercado paulatinamente hasta este punto. Gradualmente las circunstancias fueron haciendo más difíciles las situaciones cotidianas. Cambié de vivienda, cambié de vida, todo se hizo más arduo, hasta que me toca decidir un profundo cambio en mi existencia.
De hecho ya ese cambio está decidido. Quien nace hoy es alguien que se construyó con las piedras del ayer pero totalmente redispuestas. Quien despierta a la vida en esta mañana es alguien decidido a ser feliz. Para ello no he de luchar como un cruzado. Simplemente aprovecharé las señales y las oportunidades que me va dando la vida. Las aprovecharé con humildad y decisión.
No hay otra posibilidad. Si dejo pasar esos indicios de buenos augurios, si dejo ir la felicidad, ella se alejará definitivamente de mi vida. No sé entonces si tendré tiempo de esperarla a que cumpla su elíptico ciclo y regrese. No al menos en esta existencia.
Tendré que correr el riesgo de pasar por egoísta, procurándome la felicidad que me he negado en mucho tiempo, bien sea por convenciones sociales, por compromisos, por afectos, por cualquier excusa. Pero la felicidad vale la pena de aceptar el reto y vivir plenamente en ese intento. De vivir enteramente en el amor.
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