domingo, 4 de abril de 2010

Autómatas 1


El primer autómata que creo fue perfecto. Lo hizo para llenar el vacío del mayordomo que había renunciado recientemente a su puesto para dedicarse a vender mercaderías de ultramar. Cuando estuvo totalmente listo –estaba hecho a semejanza de cualquier humano: un cuerpo bastante flexible, extremidades fuertes, con una cabeza de rostro metálico pulido con semejanza homínida– el invento se comportaba con toda delicadeza y precisión. Atendía todos sus asuntos sin que hubiese necesidad de mandarlo. Hablaba poco y tenía modales excelentes. Un programa informático se encargaba de todo ello. Y la inteligencia artificial que le infundió el inventor, su gran secreto, provenía de él mismo. Conocía, de esa manera, a fondo todas sus necesidades.

Un día, después de un largo paseo, el inventor sorprendió al autómata, al que había bautizado como Irving, en su taller. Le pareció extraño que estuviese allí a esa hora en la que no correspondía limpiar el sitio. Él siempre insistía en estar presente mientras realizaba esas labores, leyendo algunas revistas científicas, pero vigilando las labores del autómata. Muchos aparatos delicados ameritaban esa atención. Y aunque creía perfectamente hábil a Irving, tenía que someterlo a prueba durante un largo tiempo para certificar su perfecto funcionamiento.

Irving no se inmuto al ser descubierto y guardó un bulto grande y pesado, esto último era evidente por el tamaño del mismo, en uno de los armarios del taller. El inventor no quiso preguntarle sobre tal comportamiento, sino esperar y constatar luego de qué se trataba aquello. No obstante, al marcharse el autómata a sus oficios vespertinos, el inventor trató de abrir el armario y no pudo. Irving había cambiado la combinación de la cerradura del mismo.

Pocos días después el inventor descubriría de que se trataba aquel secreto del autómata. Simulando salir a su paseo, se quedó oculto en un recodo del taller, velado dentro de una gran caja de madera, en donde unos agujeros le servían como mirador.

Vio entonces cuando Irving abría su trancado armario y sacaba el enorme bulto. Lo miró extraer de él su contenido y constató que era una figura con aspecto humano, en la que, minutos después y a lo largo de dos horas, Irving trabajó febrilmente. Al final de ese tiempo vio cómo la figura cobraba movimiento y su autómata inventor lanzaba una silenciosa risa y asumía un extraño rictus su metálica cara.

El autómata había creado un autómata con perfecta apariencia humana, con movimientos y ademanes exactos a los de un hombre de mediana edad con una perfección desconocida, pero con ciertos rasgos que le eran familiares al inventor, pero que no lograba identificar.

Poco tiempo después de este primer asombro, el inventor del autómata que ahora se descubría como inventor también, se horrorizo.

Descubría en la faz del novísimo invento sus propios gestos y su angustiado rostro, una cara de esclavo que parecía mirarlo, atravesando los parapetos de su escondite.


1 comentario:

Elizabeth dijo...

Magnífico relato, realmente sorprendente. El inventor terminó creándose a sí mismo....