Los ángeles cantan en el coro en las noches de invierno. Eso dice la madre y el niño se resiste a tranquilizarse y menos a creerle. Sopla la lluvia a través del vidrio de colores rotos que sólo lanza tinieblas y destellos centellantes. Y los tubos del órgano suenan solos. Graves y agudas se alzan sus voces hacia la oscuridad solemne de la iglesia solitaria.
Pero parecen fantasmas. Sus cantos suenan a gritos perdidos en el tiempo. Y el niño ve en sus sueños a los maestros de capilla muertos, organizados en un grupo vocal de lamentos insepultos que se transforma en clamor que llega hasta las regiones subterráneas y no al cielo como corresponde a las armonías beatíficas.
Como en caricaturas blanquinegras salen, entonces, atravesando sus lápidas, los otros difuntos que pueblan el suelo y las paredes de la iglesia desde hace siglos. Cantan todos juntos ahora una sinfonía tonta que se prolonga hasta la mañana poblada de grises.
El niño revisa el escenario de su descubrimiento onírico, cuando el templo está pleno del vacío y el sopor de mediodía. Sólo encuentra recuerdos recientes de los villancicos, casi gritados desde allí la última navidad; y la sombra del organista que ejecuta en las bodas, con arrebato, la tocata y fuga de Bach a modo de marcha nupcial.
Encuentra una brisa cálida y más amable, atravesando el vidrio roto que mira hacia la plaza, una corriente capaz de levantar las virutas de madera que aún se ocultan de la escoba, tras la última restauración del instrumento.
Encuentra una nueva perspectiva de la nave central, el dominio de la visión casi divina, de quien todo lo ve sin ser visto.
Y descubre el poder del sonido de los lugares, capaz de evocar las imágenes de seres que sólo conoció en sueños.
No hay comentarios:
Publicar un comentario