José Gregorio Bello Porras
Hoy recibí dos correos. No que sólo haya recibido dos comunicaciones. Sólo dos importantes, quiero decir. Que cambiaron mi vida. Recibo mucha basura, noticias, magazines, información de interés comercial, alguna que otra nota personal e incluso mensajes llenos de picardía, aparte de las cadenas y todo eso, tú lo sabes, aunque no te metes en mis cosas. Hoy recibí dos correos grandes.
No tenían gran tamaño, en realidad. Ambos venían acompañados con documentos adjuntos. El primero con una foto. El segundo con unos resultados de laboratorio que solicité.
Me cuesta tanto hablar de eso, que tengo que referírtelo a ti, para que al menos alguien me escuche en el silencio de la noche. Porque no contestarás hoy. Ya es tarde, conozco tus costumbres. Mañana cuando abras tu correo verás esta nota. No importa. Ya, en parte, cumplió su cometido. Puedes estar tranquila.
No fue un día como cualquiera. Atareado en exceso. Cerré un buen negocio que creía perdido. De todas formas el cansancio me hizo pensar que no valió la pena tanto esfuerzo. La gente cuida su dinero como si fuese su propia vida. Cuando se da cuenta, sólo le queda el dinero y la vida se le ha ido al carajo. Disculpa la palabra. Sé que no estás acostumbrada a que me dirija a ti de esa forma. Pero no es por ti, que siempre has estado a mi lado, aunque estemos en extremos opuestos de la tierra.
En los intersticios de ese tráfago del día – no se puede emplear otra palabra más adecuada para describirlo – encontré depositados los correos. Uno primero, el otro tres horas después.
En el primero me llamó la atención un apellido que hacía años no había escuchado. Fue una campanada. Como un llamado de atención. Al verlo formar parte de la dirección y del remitente, supe que era esa persona a la que no había vuelto a ver desde hacía veinticinco años. Bodas de plata de ausencia, celebradas con un mail. Pero no era precisamente eso.
Sí, era esa mujer. Ya hemos hablado de ella en otras oportunidades. Te acuerdas su nombre, lo sé. No quiero nómbralo ahora. Tú ya sabes quien es.
La comunicación era escueta. Te asiste el derecho a saberlo, comenzaba diciendo y creí estar leyendo el texto de una acartonada telenovela. Tienes un hijo, sentenció, dejándome frío. De veinticuatro años. Y regresa a tu país. Te lo oculté porque no quería que nuestros viejos se pelearan. Eran tan distintos. Y no teníamos la posibilidad de hacer una vida juntos. Sé que sufriste cuando desaparecí. Pero eso no es lo importante ahora, aunque te luzca cruel. Creo que ya debes haber olvidado. No vamos a hablar de nosotros, sino sólo de él. La próxima semana te buscará en la dirección que me mandes. Si es que quieres conocerlo. Si no, nada le diré. Y le daré encargos para otros amigos de aquellos días, que aún viven en esa ciudad.
Al principio, por supuesto, supuse que era una broma. Pero pocas personas conocían de nuestra relación. Te hablo de esto porque sé que comprendes, como amiga. Nos costó mucho aceptar esa condición. Años de esfuerzo, ¿verdad? Y porque tenemos hijos en común que en algún momento deberían conocer a su medio hermano. Ahora soy yo quien escribe la telenovela. Disculpa. En todo caso, ya sabías de ese enlace previo al nuestro, doloroso en su final. Tú me ayudaste a cerrarlo con los ingeniosos ejercicios que habías aprendido en tu curso de Terapia Gestalt. Buenos recuerdos los nuestros. Pero te aseguro que yo, igual que tú, nada sabía de un hijo.
Adjunto al documento me envió una foto del muchacho. Te la reenvío, anexa a esta nota que se va alargando demasiado. Como la noche misma. Viéndolo detenidamente no sé a quien se parece. Tal vez a su madre. El alejamiento, la ausencia, nos diferencia tanto…
Como no salía de mi asombro y no podía comprobar visualmente la paternidad instantánea que se me adosaba, enseguida le escribí, esperando más bien una respuesta tardía. Pero parecía que ella estuviese aguardando detrás de la pantalla para responderme. Eso me asustó más. Debía ser una broma. Mas ella reafirmó que no lo era, presentándome como pruebas algunos recuerdos que ni yo mismo retenía. Sólo cuando ella los trajo de vuelta a la memoria los recuperé súbitamente. Disculpa que no te ofrezca otros detalles. Acepté sus explicaciones como ciertas, en otra comunicación – no quise entrar en Chat con ella – y le di nuestra dirección en Caracas. No sé si fue una imprudencia, pero sí una impulsividad. Te lo digo porque te correspondería también a ti, decidir sobre ese particular, al menos en lo que se refiere al sitio de encuentro. No obstante – y no te ofendas – ese grave detalle no es el que vuelve apresurada, extemporánea y torpe mi decisión.
Te había hablado de dos comunicaciones. La otra la encontré al cabo del tráfico de estas notas de reafirmación de identidades y paternidad. Era de mi médico. Después de un año de tratamiento decidió, al fin, decírmelo todo en un correo. Yo se lo pedí. Le exigí que fuera de esa forma. No creas que fue su decisión. Él quería hablar conmigo personalmente, se había negado, por ética profesional, que fuese de otra forma. Pero no encontraba tiempo en mi agenda y le solicité, hasta con cierta agresividad, una respuesta por esta vía, aduciendo igualmente, la ética.
Fue escueto, aunque sin dejar de mostrar su consideración. Después de valorar nuestra amistad de años, me dijo que me preparara para lo peor. La clásica frase que le hiela la sangre de cualquiera si está referida a uno o a alguien cercano. Me dijo que mis expectativas de vida eran extremadamente cortas. Me anexó unos exámenes, con comentarios muy detallados, donde finalmente se comprobaba lo avanzado de mi mal.
Caigo en cuenta que también te lo estoy comunicando por este medio, en la frialdad de la noche y la distancia. Te estoy diciendo que me muero, como alguien que manda una cadena que no debe romper el destinatario, so pena de quedar incapacitado. Con total ausencia de sensación. Con un vacío que llena todo mi espacio. Disculpa si te ocasiono malestar. No es lo que quiero. Ni siquiera compasión o lástima. Por favor. Pero sé que comprenderás mi estado de desasosiego. Siempre has comprendido tan bien todo, mis viajes, mis ausencias, mi trabajo sin descanso para construir un futuro que ahora sé que no voy a ver. Tú siempre has entendido lo que yo no alcanzaba a advertir.
Me queda poco tiempo. Porque nunca he tenido tiempo para nada. Ahora que necesito de ese ahorro de vida, nada tengo, más que incertidumbres y un amargo sabor de metal atravesando mi garganta.
En este mismo momento he decidido escribirle a ella también. Ahorrarle confusiones y penas a un joven extranjero. Y que te conozca sólo a ti y a los muchachos, como una referencia de amistad distante. Yo sólo quisiera posponer la vida para una mejor oportunidad. Pero, no hay otra. Ese negocio está terminado y lo perdí.
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