domingo, 23 de enero de 2011

Perseo tal vez sin tanta suerte



Perseo enseñó la cabeza que guardaba en el saco de yute que le prestó su mujer Ariadna con el pretexto de ir al mercado por vegetales y cerdo. Todos se quedaron petrificados en la sala del consejo. Nunca creyeron que hablaba en serio cuando le pidieron que trajera la cabeza del enemigo. Aunque las moscas y el nauseabundo olor delataban un contenido aborrecible, la putrefacción de las mercancías y especialmente del cerdo podía ser la lógica causa del asco que despertaba a su paso.

El consejo le pagó con desagrado la suma acordada. Ya no había vuelta atrás. Pero demasiadas señales había dejado Perseo en el camino hasta esa sede secreta del consejo como para que el oculto cuerpo colegiado estuviese expuesto a la acusación de una autoría intelectual del crimen.

Lo despidieron con presurosa ansiedad, haciendo que se llevara su presa como recuerdo. Pero como él ya no la quería, la arrojó en un aplastado contenedor de basura en la parte posterior del edificio. Y contando los billetes con desconfianza y sigilo creyó perderse en la oscuridad.

Para despistar a cualquier perseguidor insidioso, se cambió de nombre. Creyó que el de Teseo, le protegería de caer en trampas. Pero su mujer resultó una informante de la policía a instancias del propio consejo, seducida por una cuantiosa herencia duplicada por el favor del olvido.

Cuando se vio acorralado por los gendarmes supo que era imposible huir de la adversidad. Había ingresado por equivocación en un laberinto, su falsa identidad no le daba pistas de salida. El olor a muerte le anunció que no podría emerger con vida. Y conoció entonces la suerte del Minotauro.

De: Náufragos en la calle

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