Estela miraba todas las noches el cielo.
Lo hacía desde que supo que su nombre significaba Estrella.
Quería encontrar un lucero que fuese tan brillante como para ser la causa de su nombre, como para ser su propia estrella.
Creyó encontrar algunas, entre las miles que formaban la Vía Láctea, tal como le había dicho su madre que se llamaba ese enorme camino encendido de puntos luminosos que recorre el cielo de las noches sin nubes.
Unas le parecían hermosas pero lejanas, otras llenas de misterio y algunas otras demasiado pequeñas a su vista para representarla a ella.
Una noche, al comienzo de sus observaciones, creyó encontrar la estrella que buscaba. Un astro muy brillante apareció justo después del anochecer, encima de la montaña donde se había ocultado el sol.
Estela saltó de la emoción. Quería verla más de cerca, tenerla al alcance de su mano, hacerle preguntas como a una amiga. ¿Quién sabe si las estrellas responden todas nuestras preguntas? Pensaba alegremente.
Al acostarse, estela decidió ir tras su radiante astro.
Casi no durmió, esperando el día siguiente. Temprano, después de desayunar, preparó una mochila pequeña con una cantimplora de agua, dos panecillos y un chocolate, para el camino hacia la montaña de la estrella.
No le dijo a su madre a dónde se dirigía para que esta no pudiera evitar el maravilloso viaje que iniciaba.
Caminó todo el día atravesando el campo. Descansó pocas veces. La merienda que había llevado, apenas le alcanzó para animarse a llegar hasta la montaña.
Alcanzó la cima justo a la puesta del sol.
Los últimos rayos rojizos iluminaron más su emocionado y radiante rostro. El viento mecía sus cabellos como una antorcha de rojas llamas.
Junto a la noche fue apareciendo la estrella. El rostro de Estela seguía iluminado por la emoción.
La observó largamente. Habló con ella. Trató de tocarla tímidamente. Pero ya sabía. Estaba tan lejana… que era imposible de poseer.
En silencio, la continuó mirando otro largo rato. Hasta que la oscuridad de la noche le dijo al oído, a través de los sonidos nocturnos del campo, que debía regresar a su casa.
Triste, emprendió el retorno, para darse cuenta a los tres pasos que el camino había desaparecido en las tinieblas.
Estela lloró en la soledad. Y le pidió a su estrella que la guiara a su casa. Tanteando el camino sólo llegó hasta el pie de un pequeño árbol donde se sentó a esperar.
Unas luces breves comenzaron a verse a la distancia. Estela las miró atenta. Serpenteaban por caminos de oscuridad. Se acercaban.
Las llamadas por su nombre completaron la aparición. Las luces eran las de un grupo que la estaba buscando.
Poco a poco sus propios gritos respondieron y guiaron a la patrulla de rescate.
Al frente de ese grupo, venía su madre, quien al verla corrió, apartándose del equipo sin hacer caso al esfuerzo de la empinada subida.
Ambas lloraron de felicidad, al abrazarse. Estela, feliz, la miraba fijamente.
Los ojos de la madre brillaban de tal forma ante la presencia de Estela que, enseguida, ésta comprendió que allí siempre había estado la estrella que buscaba.
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