Avanzó por la tabla colocada en la borda, con inusitada seguridad para alguien que está amarrado de manos y pies. Los pasos breves, casi saltos, sin vestigio de acusar imprecisiones ni desequilibrios, a pesar del bamboleo de la nave que, con su profundo crujir de maderas, parecía quejarse de su vida errante bajo la bandera negra de la calavera y los fémures.
Tres pasos más y el precipicio se transformaría en mar profundo, azul, casi negro, en cosa de pocos segundos. El vocerío a sus espaldas se juntaba al sonido amenazador de los aceros que chocaban para supuestamente hacerlo avanzar. Él lo hacía por determinación propia.
Por unos segundos se hizo un mortal silencio. Pareció tomar aire y mucho impulso y dominando la tabla como un trampolín se lanzó al aire.
Impactó en el agua y se hundió en la negrura con la misma fuerza que llevaba su trayectoria. En el barco gritaban con un sádico alboroto, mientras lo veían buscar el fondo oscuro del océano.
Casi en las tinieblas, expulsó los restos de aire que quedaban en sus pulmones y aspiró con fuerza el agua de mar. Ya no respiraba por la nariz y se había deshecho de los nudos que lo ataban, las cuerdas de sus amarres eran sólo una estela, tentáculos sueltos en su descenso exultante. Cercano al limo de ese fondo, nadó con presteza mientras su piel se cubría con escamas como tritón que era.
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