domingo, 4 de julio de 2010

Isla Fantástica 2


Hace tanto tiempo que llegué a esta isla que he olvidado casi todo sobre mi vida pasada. Hasta mi nombre lo perdí. Lo prefería de esa manera. Ello me permitió rebautizarme y lo hice con agua de mar. Me nombré Viernes. Sí, sé que lo leí en algún libro de mi juventud. Pero llegué aquí un viernes. La isla me salvó un viernes. Que más hubiese querido yo que ser agradecido con ese día fabuloso. Y la mejor forma era recordándolo todos los días, llamándome a mí mismo como el día, viernes.

Pero para qué importa tener un nombre si no hay con quien compartirlo, dirá un invisible amigo de esos que ponen escollos a toda idea. Pues, lo comparto conmigo mismo, con los ecos de la montaña de la isla, con las palmeras, con los animales y las plantas. También, en forma de rugido, con las sombras que habitan el interior oscuro de esta peña en medio del océano pacífico, que no me ha parecido tan pacífico como su nombre pues venció mi embarcación en el primer asalto de la tormenta.

Pero esa es historia antigua. La historia nueva nació en esa playa, en esas arenas, en ese piélago que me parió. Boqueando llegue a este litoral. La mar me empujó fuera de su vientre para que viviera y respirara. ¿Qué señales habría en el cielo ese día? No sé. Yo sólo sabía que era viernes. Y que yo debía también serlo.

Esto que me ha tocado vivir no es propiamente un descanso. Aquí todos los días para mí son viernes, hay una expectativa de asueto que nunca llega. Todos los días trabajo para sobrevivir. Para eso capturo pequeños animales que no devoro sino que coloco a mi servicio. Aves para que pongan huevos. Roedores para que produzcan algo útil, en una pequeña granja que les he construido. Ah, no creas que he perdido la razón. La granja es de estiércol. Me sirve para abonar el pequeño huerto de plantas más o menos exóticas que allí cultivo, exóticas porque no tenían nombre cuando llegué aquí.

Una de ellas es el rábano de playa, pues me recordó, lejanamente el sabor de ese fruto. Otra es el espárrago de jardín florido, que aunque no sabe a la verde planta, se le parece. Otras son las uvas marinas, una especie de fruta, astringente con la que aderezo las comidas. La carne queda muy bien con ella. Pero yo respeto a los animales. Han estado en este peñón durante años, siglos, milenios. Han estado solos, abandonados a su suerte. Tanto como yo.

Qué barco pasará por aquí. Ninguno me decía yo todas las noches. Algún día tal vez lleguen los restos de otro naufragio, como el que me tocó recoger un aciago viernes de tormenta. No en el que yo llegué, ese fue un soleado y calmo día. Era otro viernes, mucho después de mi llegada. Una jornada oscura en la que prefería no salir de mi cobertizo, mirando los resplandores centelleantes en el mar. Pero al ver que una especie de buque amorfo venía con la lluvia desde el fondo del horizonte, me puse alerta.

Eran restos de un barco de madera, un velero, tal vez bastante grande y como los que ahora no se ven. Con la madera de cubierta venían pedazos de un mástil y bagazos de las velas, que arrastraban como hilachas de sal el agua marina. También ese naufragio trajo restos de cajas, y algunas provisiones que me duraron tanto que incluso todavía tengo. Hay latas que no he podido destapar. Y que permanecerán allí como testigos de ese desconocido barco que atracó para siempre en estas costas y en aquellas profundidades.

Flotaba mucha comida que recogí, guardé y preservé salándola con desecada sal marina. Comida que me sostuvo muchos días. Y guardé los restos, enterrándolos como se entierra a un cristiano, para no contaminar estas costas extrañas.

Con ese despojos de un buque desconocido construí mi casa, entre la playa y los riscos cercanos, disimulada por el verdor del follaje, dominando la escena siempre atento a los signos del tiempo, del mar y del interior de la isla.

Casi no he dormido desde mi llegada. Al principio esperando una partida expedicionaria de rescate. Inútil acecho. Nadie se preocupó seguramente de un íngrimo tripulante de un barco demasiado minúsculo como para alarmar a alguien por alguna causa. Y de un hombre seguramente tan insignificante como nunca llegaré a saber exactamente.

Aquí, poco a poco, en el aprendizaje de la supervivencia, pude darme cuenta que quien reinaba en toda la extensión de mi mirada era yo. Y que mi vida dependía, casi exclusivamente de mis esfuerzos. Muchos sí, por procurarme el alimento, por no dejarme enfermar, por mantenerme activo y en sano juicio, contándome mi vida todos los días. No importa que nadie la escuchase. Este relato es sólo para mis oídos, para mi entendimiento y mis oídos necesitados de un idioma que cada día va siendo tan solo mío. Es, realmente, con toda propiedad, solo mi historia, solo mi idioma. Una historia mía y una historia para mí mismo. Nada gano inventando. Tampoco nada pierdo. Como toda historia, la modifico para que me cubra aquellos agujeros de olvido o extravío. Pero ya todo tiene un significado nuevo. Desde mi casa hasta la más mínima actividad, todo tiene su significado único, nuevo oculto y perfecto. Porque aquí todo lo he tenido que crear.

Esa casa que construí tiene su significado. Cada una de sus estancias fue hecha con enorme esfuerzo. Unir toda esa madera, darle una forma que no fuese tan siniestra como el despojo de un viejo barco hundido, me costó mucho tiempo. Días y noches de fabricación febril. Donde solo me detenía para reponer las fuerzas. Así nació mi casa. Un parto personal también. Dos estancias inferiores y una superior. No sabía para que la hacía con toda esa amplitud. Pero luego me di cuenta que era para mis estados de ánimo. En la parte superior podía descansar y puedo hacerlo aún, vigilando el mar. Es algo más relajado que el piso inferior, donde miro el huerto y reposo de mis conflictos internos, mirando cómo crecen las plantas y cómo las hormigas llegan hasta las uvas marinas a pesar de su agreste sabor. En la otra estancia miro el pie de la montaña oscura. Guardo en ella los huesos que he recogido. Y pienso en el interior de la tierra. También en el interior del bosque. Y me lleno de fuerzas para iniciar los recorridos.

Los recorridos por el interior de la isla los inicié poco después de mi llegada. Necesitaba conocer de donde provenían los hondos ecos interioranos, el motivo de mis miedos, además de proveerme de un alimento distinto al del mar. Avancé desde el principio sigilosamente, primero con aprensión, luego con total conciencia del extremo cuidado que debía tener en mi labor.

No debo ser descubierto por los habitantes de esta isla. De costumbres ajenas y terribles, no debo hacer concesiones al destino de mi suerte. Sé que sus usos son primitivos. Los he visto devorar a algunos otros humanos que no eran miembros de su tribu. Lo han hecho con total fervor y sin piedad. Extraña mezcla. Vi, desde mis escondites silenciosos en la espesura, sus ojos extraviados en sí mismos. Y aprendí cruelmente lo que hasta ahora no he olvidado.

En esas interioridades oscuras de la selva, pues esos seres nunca iban hacia las orillas de playas, aprendí a cazar, cuidándome de ellos. Y traigo a casa la provisión que siempre me hace falta. Los restos los entierro por un tiempo.

Hacia el otro extremo de la isla, encontré las ruinas. Una especie de laboratorio abandonado, tal vez porque los experimentos que allí se hacían fracasaron, tal vez porque fue asolado por los nativos. Miré tirados por el lugar algunos engendros horribles, embalsamados. Criaturas de la oscuridad, seres mitad hombre y mitad animales. Fracasos seguros de un fatal intento de creación.

De ese lugar nefasto traje algunas cosas a mi casa. La gran alacena. Cinco días tuve que arrastrarla por caminos ocultos y difíciles. Es de gran valor por eso. Igual, el arcón de metal, tres días duré ocultando su rastro. Los frascos, la silla y el catre, al que le agregué un colchón de hojas secas que termino pudriéndose en la estación cálida y lluviosa, provinieron todos de allí. También me proveyó de algunos enseres de cocina, herramientas inservibles en muchos casos, otros muy útiles como los cuchillos y recipientes para trasvasar agua o zumos de frutas.

Cuánto tiempo he estado aquí, ya que he dicho que no lo sé. Suficiente para que mi cuerpo se secara y mis cabellos se blanquearan. El suficiente para permanecer escondido aquí. Tenso y callado.

A lo lejos, en el océano veo acercarse el gran buque que podría rescatarme de esta vida. O tal vez el que me perdería para siempre. Miro, al igual que todos los días, mi vida entera y no encuentro otra que esta. Trato de recordar de dónde vine y es inútil el esfuerzo. Solo sé lo que hago aquí. Mi siembra, la pesca y la cacería.

No cazo animales, como sé que hace la gente de allá o de los confines oceánicos. Miro los huesos apilados y los cráneos en pirámide de los hombres interioranos y de aquellos que vinieron hechos cadáver en el naufragio de aquel viernes y sé que perderé todos estos privilegios si me marcho. ¿Olvidaré acaso el sabor de esa carne? Sería mi total extravío. Por eso me escondo, hasta que pasen. Continuaré perdido en este lugar del mundo para poder encontrarme todos los días con mi historia, en el filo de un asueto que nunca llegará.


1 comentario:

Elizabeth dijo...

Fascinante relato que nos hace reflexionar intensamente sobre las ventajas que podemos obtener al interactuar con las bondades que nos ofrece la naturaleza y darnos el tiempo necesario para apreciarlas y también para conocernos a nosotros mismos y asi maravillarnos de nuestras grandes potencialidades, que a veces permanecen ocultas por nuestra propia insensatez.Viernes encontró su propio Paraiso al encontrarse a si mismo.