Pepe estaba un poco perdido en una selva oscura. Se le hizo tarde en su salida al campo en solitario, acompañado solo de la lectura de Dante. La Divina comedia lo fascinó tanto, hasta que sólo en las horas en las que el sol arrastra sus rayos incendiando los campos, despertó de su ensoñación infernal y emprendió el retorno.
Pero no encontró el camino. Y con la noche terminó de disolverse su último rastro en las sombras. Miró las estrellas y supo que tendría que pernoctar mirando su paso. Hacía algo de frío y buscó un sitio oportuno para guarecerse del clima y de cualquier amenaza depredadora. Así caminó otro poco hasta que encontró que un enorme muro, del que no podía distinguir su naturaleza vegetal o mineral, impedía su paso. Miró hacia arriba tratando de encontrar la altura pues pensó que si había un muro o si aquello con lo que se creyó topar era un muro, entonces tendría un refugio y tal vez la presencia cálida de algún humano.
Caminó durante varios minutos pegado al muro indescifrable. Pues a la vez de no conocer su estructura tenía inscriptos en caracteres imposibles una gran cantidad de grafías. Era una inscripción en bajorrelieve que resaltaba con la escasa luz de la noche. Por ratos, creía ver que esas advertencias, pues no podían ser otra cosa, poseían luz propia.
Ya perdía toda esperanza, como si viera el cartel guindado a las afueras del averno, cuando de pronto encontró una pequeña puerta, una reja en medio de ese majestuoso muro. Parecía bastante vieja y le recordó la entrada del Huerto de Calixto y Melibea, por alguna extraña razón, ya que no vislumbraba nada del interior del sitio al cual daba acceso ni siquiera de los detalles de la misma verja de ingreso.
Le pareció evidente que esta no era una entrada principal. Más aún, cuando pudo leer entre no menos de un centenar de indescifrables lenguas, unas inscripciones en griego antiguo –que él conocía con cierta fluidez por su afición a la lectura de los filósofos en su propia lengua– donde daba nombre a esa embocadura: Entrada de los Amantes.
Aquello le intrigó. Revisó pormenorizadamente la reja, encontrando que el metal del cual estaba hecho era casi inclasificable. Resistente al oxido, parecía titanio recién pulido pero tenía el esplendor del platino, pero a quién se le ocurriría hacer una reja de platino en ese remoto paraje de una selva. Así que concluyó que a lo mejor era una mezcla entre sintética y metálica y, en todo caso, le importaba bien poco de lo que fuese hecho sino arribar por ella al otro lado. Trató de hamaquearla instintivamente para abrirla pero encontró, con simpleza, que cedía al menor impulso. No estaba cerrada.
Penetró cautelosamente al lugar. La temperatura adentro del sitio cambió repentinamente. Era fresca pero no mantenía el frío punzante del exterior. El follaje de ese paraje al que pronto llamó jardín, dada la naturaleza ordenada de sus especies vegetales, era exuberante. Comparado al del exterior, había penetrado en otro mundo. Un mundo de gigantes, tal vez. Pero al pensar semejante cosa se abochornó con su propio ridículo y una risita nerviosa se le escapó de los labios. En ese instante se dio cuenta del silencio de la noche. Todos los ruidos de animales nocturnos cesaron, percatándose de su presencia, indudablemente. Ello lo sobresaltó y estuvo a punto de recular los treinta metros que había avanzado hacia el interior del jardín. Pero se detuvo y calmó su corazón acelerado. Cuando recobró el aliento, los insectos y batracios comenzaron de nuevo su concierto.
Adentrado en el sitio, la foresta más ordenada que él hubiese visto y la más feraz, pues todos sus árboles y arbustos exhibían flores y frutos abundantes, percibió la calidez del lugar y encontró un recodo acolchado de musgos tibios donde acostarse. Probo solo dos o tres frutas de las que tenía más a la mano, por temor a que fuesen venenosas, las olió y les pareció que eran buenas y en ellas encontró sabores que nunca había percibido su paladar. En la última, sin embargo, encontró algo más que gusto, una especie de súbito relámpago que embargó sus sentidos y entendimiento. Rápidamente pensó que estaba ante un alucinógeno y estuvo a punto de arrojarla si no se hubiese visto tentado a conocer los efectos de comerla toda.
Estaba clara su mente cuando decidió dormir. Ya sabía dónde estaba. Ya sabía que debía hacer y también que permanecería allí hasta que la mañana le mostrase el sitio en todo su esplendor. Le parecía conocer demasiadas cosas súbitamente.
Apenas pudo dormir. Sus sueños se convirtieron en océanos de reflexiones sobre la vida hasta que vio el sol salir en el horizonte de ese mar. Abrió los ojos y se encontró en medio del jardín. Al pie de un árbol. A su alrededor diversos animales comían frutos, follaje y semillas. No se espantaban con su presencia tan ajena.
Todo estaba claro. En su mente sabía que estaba en el propio Jardín del Edén. Miró el árbol del que había comido, el del sabor a mil conocimientos. Y supo también que era el árbol bíblico. Le pareció todo extraño. Sabía que ya no estaba bajo los efectos de un alucinógeno ¿O sí? Hizo un pequeño paseo reconociendo aquellos campos sembrados por miles de especies vegetales fértiles y donde convivían animales que solo en sus sueños había visto. Se preguntó en aquel momento por qué aún su presencia no había sido alertada.
Enseguida tuvo respuesta. Un rumor de centinelas feroces, en actitud combativa se escuchaba venir a su encuentro. Con el conocimiento súbito que tuvo de todo, huyó por los caminos no demarcados de ese territorio casi infinito.
Detrás de él siempre la marcha de sus perseguidores. Mas él continuamente sabía cuál era el escondite perfecto, en un sitio donde no hay cobijo ni escondrijos pues el peligro nunca debería acechar.
En su huida, que duró semanas, tal vez meses, se adentraba en aquellos territorios y se prometió con sus conocimientos, nunca salir de ellos. Poco a poco fue dejando sus ropas atrás y regresó a la condición primera que imaginó en el ser humano. Estaba a punto de solicitar una Eva para su complementación, pero sabía que era un inútil ruego. Era un fugitivo.
En su recorrido llegó a pensar en entregarse a sus perseguidores, siempre un paso detrás de él, pero le pareció innecesario. Ya el mismo hecho de escapar, de estar en vigilancia día y noche, de no tener paz ni sueño reposado, de ser presa de la angustia y la incertidumbre habían convertido aquel Paraíso Terrenal en el propio infierno.
Pero aun así lo prefirió a continuar viviendo en la tierra de donde venía.
1 comentario:
Excelente relato...definitivamente nosotros mismos los seres humanos nos creamos nuestro propio infierno y tan es así que luego cualquier lugar que nos evada de él , por malo que nos parezca siempre será un Paraíso.....
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