El escritor, cansado de pequeñas soledades, quiso que su obra fuese leída por muchos. Y conociendo la pretensión del Emperador Qin Shi Huang, de resguardarse de las sombras finales por siete mil guerreros, ideó que una imaginaria multitud compraba sus libros.
Diez mil ejemplares eran siempre escasos para aquel nebuloso tumulto de seguidores cautivos por su palabra.
Los editores disputaban su firma. Pero él se mantenía cauto ante la alabanza, sabía el secreto del éxito adulante. Prefería discretas ediciones que se agotaban como lluvia en el desierto.
Al final de sus días, en el caserón que le albergó, encontraron las tiradas íntegras de sus obras, leídas sólo por un ejército de terracota y algún ocioso ratón.
1 comentario:
Excelente relato!!!
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