Todas las tardes entremezclan sus aromas y cuidados mientras Roberto acompaña a Helena a su casa. En el ceremonioso trayecto, él prodiga lavanda y ella agua de azahar. Enganchados desde la salida del viejo edificio bancario, bajan con solemne ternura las escaleras de su atrio. Imaginan, de mutuo acuerdo, una ceremonia nupcial que saben ya imposible. Pero ello le basta. Atraviesan la calle para compartir, en el Café Viena, la merienda de rigor, el sueño de la cotidianidad inmutable, eterna.
Al llegar a la casa de Helena, él se despide con la caballerosidad que dan los años y la educación. Sólo los jueves y domingos se permiten la visita con la formalidad debida. La madre de ella siempre presente. Aunque sólo de cuerpo, embebida como está en la contemplación de un radio apagado por la extrema vejez.
Los domingos van a la iglesia y el niño intenta descifrar su relación. Roberto lo ve y le ofrece una moneda de cinco para guardar sin preguntas el secreto, cuando pasan a la casa, por instancias del párroco.
Invariablemente, almuerzan en la casa de Helena, la misma sopa que la vieja sirvienta les ofrece humeante, los mismos platos, el mismo postre que guarda el tiempo como una estampa antigua. Pero a la que se le ve lo amarillento.
No hablan de la edad ni del pasado. Sólo aluden a un amor que se ha transformado en indestructible amistad. Y que cada vez necesita menos palabras. Ya no mencionan fechas ni compromisos formales como antes lo hacían. Están allí para permanecer tal cual son. Mirándose como los jóvenes de hace cuarenta años.
Probablemente, en aquel entonces, decidieron su futuro. Mantener este presente. Repetirlo hasta que fuese lo único posible. Acompañarse hasta vencer el momento en que cualquiera de ellos enfrentara la definitiva soledad.
Una tristeza leve y tres días de diferencia los separan en su propósito. Pero es domingo y él decide visitarla, para siempre, vestido de difunto como ella.
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