El niño de la casa volvió a creer en las brujas al adentrarse en el oscuro mundo de Juanita Ferrero.
Ya no eran las sombras del chaguaramo, las difusas corujas que vigilaban sus sueños. Tampoco la suposición de los misteriosos rituales nocturnos que hacía María Pinto. Ahora tenía la evidencia de constatarla en un ser de carne, hueso y humo de azufre, según suponía del olor que desprendía a su paso.
No siempre había tenido por bruja a Juanita. Cuando llegó a la casa para trabajar en labores culinarias, antes que se posesionara para siempre de ese cargo María Torres, Juanita era toda una virtuosa de las mezclas de las hierbas acertadas, tanto en sopas como guisos.
Paulatinamente, su carácter se fue descubriendo como agrio. Y en esa medida se le cortaban las cremas y se le dañaban las carnes.
Todo parecía molestarle. Sobre todo la intromisión de la madre del niño en asuntos que consideraba personales. Como era el comando de la cocina.
Porque la madre del niño de la casa siempre se mostró perspicaz frente a las personas demasiado empalagosas.
–Esa dulzurar es artificial – dice. Es un dulce tan ficticio como la sacarina, que termina por amargar la vida y hacer daño.
Porque Juanita era demasiado condescendiente y almibarada con todos los que en la casa significaran alguna ventaja para sus propósitos personales. Sobre todo lo era con los hombres, el párroco, los sacerdotes y los maestros. No con las mujeres que creía la envidiaban. Y les tenía una declarada mala voluntad que se manifestaba en ofrecerles lo peor de la comida y las bebidas. Aquello que a ni los animales se puede dar sin remordimiento – decía la madre del niño.
Eso significó una declaración de guerra entre el resto del personal de servicio y ella. Pero sabiendo agradar a quienes poseen el poder, pudo calificar de chismes todas las sospechas de mala conducta que sobre ella se hacían.
Transformaba así, de palabra, los grandes bolsos que sacaba de la casa convirtiéndolos en simples sobras que servirían para dar de comer a los pobres o para alimentar las gallinas de su casa.
La madre del niño sospechó que Juanita practicaba malas artes, cuando al no permitirle colaborar en la elaboración de las hallacas, fue amenazada por ella y el guiso comenzó a dañársele a los pocos momentos de terminada su cocción. Enormes gusanos surgieron de la olla y poblaron la cocina mientras Juanita se marchaba a su casa entre sonoras carcajadas.
De igual manera, confirmó sus sospechas cuando encontró en el baño del servicio unas velas negras encendidas ante una oración que, lejos de solicitar buenos favores, imprecaba a espíritus impuros a confundir los caminos de los enemigos.
Pero más grave aún fueron sus recelos cuando comprobó que el profesor De Luises cambió su conducta amable hacia ella por una agresividad inusitada, tras beber de un ponche que Juanita ofreció sólo a los maestros, entre los cuales únicamente De Luises bebió a saciedad. Enseguida cayó en una melancolía que Juanita se ofreció a curar con algunas decocciones y consejos.
A los demás maestros que probaron la bebida, esta les pareció de un sabor extraño, desagradable y abandonaron el intento de beberla, alcanzando sólo el favor de adquirir pasajeros dolores de cabeza.
La madre del niño quiere revelar qué se trae entre manos Juanita. Y se alía con la señora que hace la limpieza para desentrañar sus secretos.
Aprovecha que esa mujer es inquilina de Juanita y está cansada de sus desplantes y de un miserable trato al cobrarle la renta. Y conoce bien sus costumbres reservadas.
Con la ayuda de un detective amigo, la madre del niño hace seguir a Juanita. Cada paso es investigado hasta llegar al propio centro de los maleficios.
Preparando el asalto final, la madre del niño decide darle algo, como dice, de su propia medicina. Dibuja en la cocina, con carbón, pasos confundidos que van y vienen, valiéndose de una plantilla de zapato. Y ahorca una escoba detrás de una puerta.
Estos augurios obligan a Juanita a dirigirse a su centro de consultas, angustiada por las señales de un maleficio que desconoce.
En plena sesión de magia negra, la policía allana el centro de brujería y se lleva detenidas a una cantidad de mujeres desnudas que gritaban blasfemias y daban enormes alaridos, según cuentan los murmuradores.
Entre ellas a Juanita, acusada, además, por la bruja mayor, de traerle la desgracia a su congregación.
Juanita abandona el servicio de la casa, al verse descubierta y detenida.
Ahora rehúye hasta cruzar la vista con la madre del niño. Las pocas veces que se encuentran, Juanita se lanza a la calle para pasar a la otra acera, con el peligro de ser atropellada.
Sin embargo, el niño conserva el temor hacia las brujas de carne hueso y humo, como Juanita Ferrero.
1 comentario:
Excelente relato. Las brujas son personajes ineludibles en la memoria de todo niño...
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